sábado, 5 de diciembre de 2009

Mi profe

No recuerdo con exactitud qué fecha fue, pero era la mañana de un día de noviembre de 1988, año durante el cual todo me había salido muy bien. Pero ése día quizás me levanté con el pie izquierdo. La cólera y la indignación invadió mis pensamientos cuando mi maestra guía me dio la libreta. ¿Cómo era posible que hubiera dejado la asignatura de Letras I, si en los dos primeros trimestres la aprobé y con buenas notas? Aparte de que es una de las asignaturas menos dificultosas del año. ¡Tenía que hablar con la maestra y ponerla en su lugar! Ese era un asunto que debía arreglar ese mismo día, sin demora, antes que se enfriara el asunto.
Averigüé la dirección de la Sra. de Garay (mi maestra de Letras) con una compañera que creo es vecina suya todavía y me dirigí hacia allá. Eran las ocho y media de la mañana.
No fue difícil dar con la dirección. Al ver la casa me dio la impresión de tener un no sé qué que le daba un toque diferente. Toqué a la puerta con suavidad. Nadie respondió. Por un momento pensé que quizá nadie se encontraba en la casa. Así que intenté de nuevo, ahora con más fuerza y escuché la inconfundible voz de mi maestra, quien contestó desde dentro.
- ¡Ya voy, un momentito, por favor!
Tuve que esperar muy poco tiempo. Mi maestra abrió la puerta y, al verme frente a frente con ella, el corazón me golpeó los pulmones con violencia, no sé por qué.
Dinora salió a recibirme con una especie de "disfraz de ama de casa" y un trapeador en la mano. ¡Se veía tan distinta, en sandalias y sin los vestidos formales con los que asistía a dar clases! Llevaba puesta una delgada blusa blanca de botones, desmangada a filo de tijeras y amarrada justo por debajo donde termina su busto y un mínimo, viejo y desteñido pantaloncito de gruesa lona color azul. Era obvio que se encontraba haciendo limpieza en casa, pues casi toda la poquedad de su ropa estaba mojada. En esa forma llamaban mucho la atención sus senos que se adherían a la humedad de la tela que apenas los disimulaba bajo su desvergonzada delgadez, su vientre embellecido por la suave depresión de su ombligo y los troncos hermosos de sus muslos. Llevaba el cabello recogido en una cola, pero aún así, tan estrafalaria como andaba, se veía tan atractiva y sensual como siempre.
- Buenos días, señora- dije. - Buenos días, pasa adelante y siéntate -me dijo-. Sólo termino de hacer la limpieza y te atiendo.

Entré y me senté en el sofá que me ofreció. Ella cerró tras de mí la puerta que daba a la calle. No sé por qué un escalofrío recorrió toda mi espalda al escuchar el portazo, como una presentimiento de lo que estaba a punto de suceder. A medida que ella dirigía sus pasos hacia dentro de la casa a terminar sus quehaceres, me fue imposible evitar que mi mirada siguiera el balanceo de sus magníficas nalgas al caminar, oprimidas bajo la pequeña prenda de lona, como tampoco pude evitar el fijarme en la forma de sus muslos rollizos y bien formados. "¡Dios mío!, ¡Qué trasero que tiene esta vieja!", dije para mí. Pero una emoción muy íntima me hizo reaccionar. Fue como si de repente sintiera un hormigueo en las manos por deslizarlas sobre los contornos de aquellas carnes morenas, sólo por el gusto de comprobar su firmeza. "¡Idalia!, ¿Qué te pasa?" -me recriminé en voz baja.
Regresó casi a los cinco minutos.
- ¿Quieres algo de tomar?, ¿una gaseosa? -dijo al pasar por la cocina. - No, señora, muchas gracias -le respondí.
Ella se sirvió refresco y regresó a la sala. Se sentó a mi lado, muy cerca y fue directo al grano:
- Díme, ¿qué se te ofrece, Idalia? - Bueno, yo vengo a pedirle un favor... - Tú dirás -enfatizó. - Me aparece reprobada su materia y quisiera saber si se puede hacer algo... no sé, cualquier cosa... -estaba demasiado nerviosa. - Veamos, dame tu libreta -me dijo, tomándola de mis manos en forma despreocupada. - Ah, reprobaste el tercer trimestre, y la Ley de Educación Media dice que, quien lo deja tiene que someterse al examen de reposición.
Eso era precisamente lo que yo no quería: hacer un examen de reposición. Seguí insistiendo:
- Pero usted me puede ayudar, ¿verdad? Con sólo decirle a la secretaria que se equivocó al pasar las notas, ella podría corregirlo y pasarme la materia. - En algunos casos se puede, pero antes de que se entreguen las libretas... a estas alturas es imposible hacerlo. - ¿Por qué? - Porque las notas ya están promediadas y revisadas por el director. Ya no se pueden dar pasos hacia atrás.
El resto de la conversación se fue en este "tira y encoge".
- Por favor, señora. Yo sé que se puede. ¡Ayúdeme! - Lo siento, Idalia. Es un proceso que lleva mucho tiempo y estoy muy ocupada. - Entonces, ¿no puede ayudarme? - No.

La respuesta me sonó tan tajante que la impotencia arrasó la esperanza que hasta ese momento había conservado. Temblándome todo el cuerpo por la desesperación, me puse de pie en un acto involuntario por querer salir corriendo de aquella casa, pero mis piernas no me respondieron y sólo pude llevarme las manos al rostro porque me puse a llorar como... ¡una niña!
Por reflejo, casi maternal, se puso en pie también, me atrajo hacia sí y me abrazó contra su pecho con mucha ternura. Mi cuerpo se estremeció en lo más profundo al contacto íntimo, con aquel cuerpo tibio y vigoroso. Como ella era bastante más alta que yo, podía sentir el aroma tan rico que emanaba de sus senos y cómo sus pezones punzaban deliciosamente la parte superior de mi busto, y ello comenzó a despertar en mí una emoción por completo diferente a las que jamás había experimentado con mujer alguna.. Continuaba sollozando mientras ella acariciaba mis cabellos en un vano intento de consolarme.
No recuerdo cuánto tiempo me tuvo abrazada. Poco a poco mis sollozos se fueron apagando y, cuando por fin se separó un poco de mí, me miró fíjamente a los ojos, como queriendo decirme algo. De pronto me dí cuenta de que su rostro iba acercándose al mío... ¡Iba a besarme! Yo iba a rechazarla de una forma enérgica para hacerle entender que no estaba dispuesta a seguir con aquella situación. Pero sus brazos vigorosos aferraron con firmeza mi cintura y volví a sentir sobre mi pecho el piquete de sus pezones endurecidos y sus pechos que se aplastaron sobre los míos y, por no dejar de sentirlos, no me retiré. Sus labios se juntaron con los míos, su lengua se internó en mi boca sondeando todo su interior.
Luego sus labios deambularon por mi cuello, mis mejillas y mis orejas. Al fin se quedó quieta y me miró a los ojos de nuevo. No era necesario que hablara, yo comprendía que ella me ayudaría con mi asignatura aunque no me le entregara. Pero me sentía aturdida. Era verdad que también yo deseaba probar aquel cuerpo de mujer madura, de mujer casada, profesional de la docencia, ama de casa y madre de familia. Desde el principio del año, mi maestra me atrajo sexualmente, mas nunca quise reconocerlo.

Esta vez sus manos ansiosas habían alzado mi falda y acariciaban con frenesí mis nalgas por encima de mi ropa interior. Un escalofrío tensaba todos mis músculos. Trató de desabotonar mi blusa con mucha premura. Yo detuve sus manos para preguntarle:
- ¿No hay nadie más en la casa señora...? - No te preocupes, estamos solas. Mi esposo va a volver hasta las cuatro de la tarde -hizo una breve pausa y dijo-, y no me digas "señora", dime Dinora y no me trates de "usted"...
Miré el reloj de pared, eran las nueve y media. Sí, teníamos tiempo de sobra.
- Está bien, señora. - Dinora -repuso. - Perdón. Dinora -me corregí. - Vamos -dijo casi como un ruego- desnúdate. - ¿Toda? -pregunté con un asombro casi pueril. - ¡Toda! -exigió.
Lerda y con bastante torpeza fui liberando uno a uno los botones de mi blusa de uniforme y la coloqué con delicadeza en el sillón que estaba a mi derecha. Luego solté mi sostén. En esos instantes me sentía cautivada contemplando mis pechos que, a pesar de ser pequeños, los veía inflamados y tensos. Ella se impacientó y desabrochó mi falda, que fue a dar al suelo dejando descubiertas mis piernas coronadas por una preciosa tanga negra de seda y encaje que rápidamente tuvo el mismo destino.
Entonces se sentó en el sofá, me jaló hacia ella y, para no perder el equilibrio, tuve que posar mis rodillas sobre el sillón y los antebrazos sobre sus hombros. Comenzó a chupar mis pezones y a lamer mis pechos y mi vientre con desesperación. Yo me estremecía cada vez más mientras sus manos recorrían mi cuerpo desnudo, mi espalda, mis pechos, mis nalgas, mis muslos.
Introdujo el dedo más grande de su mano derecha en mi boca y me dijo que lo empapara en saliva. Lo hice, sin saber la intención de aquello hasta que sentí que algo romo y húmedo punzó mi ano tratando de introducirse en él. Debido a la lubricación, la falange entró completa con poca dificultad en mi recto, lo que me produjo un delicioso dolor, haciéndome arquear la espalda hacia atrás. Pasada la sensación dolorosa, lo que vino fue un placer que no puedo explicar con palabras. Y para rematarme, empezó a mover el dedo, hurgando profundamente. Aquello me produjo una excitación tremenda. Cuando al fin sacó su dedo sentí un gran alivio y, a la vez, unas inmensas ganas de sentirlo otra vez dentro de mí.
En este punto, se despojó de lo único que simbólicamente nos separaba ya: su ropa. Deshizo el nudo de su blusa y la lanzó tras el sofá. Al hacer esto, sus pechos morenos coronados por dos oscuros pezones rabiosamente erguidos, quedaron liberados de la tensión a la que estaban sometidos y se sacudieron con un excitante temblor. Luego, en un solo movimiento, se quitó el hot-jeas y la tanga roja.
Dinora era una mujer de 31 años, de estatura mediana, bonita y con un cuerpo muy bien formado. Sin ropas, se veía un poco más "rellena" de lo que era en realidad; sus hombros parecían más anchos, sus muslos más redondos y por lo tanto más apetecibles, pero sobre todo me llamaban la atención sus pechos, morenos, voluminosos, y tan cerca de mis manos que podía acariciarlos con sólo alzarlas. Ella era mucho más corpulenta que yo, la diferencia entre nosotras era muy evidente e imaginé que yo llevaba mucha desventaja en aquella carnicería sensual que estábamos a punto librar.


Me acostó con delicadeza en el sofá y su boca atrapó la mía con más lujuria, bajando por mi cuerpo besando mi cuello, mis pechos, mi vientre, la cara interna de mis muslos... hasta que llegó a mi sexo, bañado en las secreciones que ella misma me había provocado con sus caricias y sus manoseos. Su boca se apoderó de él con una sabrosa succión. Explorada por su lengua, mi vagina se contraía de una forma deliciosa, haciéndome gemir una y otra vez. Luego fue introduciendo un dedo en ella y volví a estremecerme con gran placer.
- ¡Uhm! -dijo- estás bien estrecha. Vas a gozar mucho de esto. - ¡Sí, sí! -alcancé a balbucear. - Ahora estoy metiéndote otro dedo, ¿lo sientes? - ¡Ajá!
De verdad, el dedo índice y medio de su mano derecha había invadido mi cavidad vaginal. Era delicioso.
- Bien, ahora voy a introducirte otros dos dedos...
Esta vez, mi vagina se ensanchó al máximo cuando las falanges se deslizaron dentro de mí. La sensación se hizo exagerada cuando mi umbral íntimo fue traspasado y sentí un intenso dolor entremezclado con un extraño y enorme placer.
- ¿Qué sientes? -preguntaba, al tiempo que revolvía los dedos una y otra vez dentro de mi sexo. - Rico, rico....-gemía yo.
Entonces empapó sus dedos con saliva y, con ellos, jugó con mi clítoris por largo rato. Otro dedo había irrumpido en mi ano de nuevo. El placer se me subía al cerebro en oleadas cada vez más frecuentes y contínuas. Ella se dio cuenta de esto y volvió a chuparme el sexo para que yo alcanzara el orgasmo por medio de su boca y su lengua. Hasta que un escalofrío sorprendente recorrió como un relámpago mi espalda. Me estiré al máximo con una sacudida violenta y lancé un gemido largo y encantador. Usando sólo las manos y la boca, me había provocado un orgasmo incomparable e infinito. Uno de los más maravillosos de mi vida.
Pasados unos minutos, cuando las fuerzas empezaron a regresar a mis músculos, sentí algo así como la necesidad de besar todo su cuerpo, de penetrarla como fuera y por donde pudiera, en fin, de hacerla mía. No sé cómo pude, pero logré voltear aquellas ciento cuarenta libras de hembra formidable y dejarla debajo de mí. Bajé hasta sus senos, de los cuales se posesionó mi boca hambrienta. Me excitaba mucho que gimiera en voz alta cuando lamía sus contornos o mordía sus pezones.
Fui bajando poco a poco hasta que llegué a su región inguinal. Ella abrió las piernas casi a ciento ochenta grados para mostrarme su vulva abierta, abultada y mojada. Quedé como extasiada por un momento al observar la gran cavidad que tenía en medio de las piernas. ¡Qué lujuria sentí al ver su enorme torta tan cerca de mi cara! No pude reprimir el impulso y literalmente sumergí mi rostro en la enorme rajadura. Quiso revolver su cuerpo pletórico, pero yo la sujeté con fuerza por los muslos. Yo quería con desesperación que mi lengua penetrara hasta lo más hondo de su vagina, lamiendo las paredes, húmedas y oscilantes. Busqué su clítoris, lamiéndolo y chupándolo cuanto quise. Esto la hacía erizarse como una loca. Es increíble que una chica tan pequeña y frágil como yo estuviera dominando sexualmente a aquel poderoso conjunto de curvas que me aventajaba por mucho en años, peso y experiencia.

- ¡Espera, mi amor, vamos a cambar de posición -me dijo, después de unos minutos. Y se volteó de espaldas a mi, las rodillas en el sofá y los antebrazos en el respaldo de éste, las piernas abiertas en un ángulo recto, mostrándome sus nalgas morenas-. Vamos, amor... ¡Bésame el culo! -me pidió.
Sin pensarlo mucho, metí mi boca en medio de sus nalgotas inmensas en busca del hoyito y lo empecé a lamer por todo su contorno. Pronto me dí cuenta de que sus dos orificios perineales estaban bajo control de mis manos. Mojé un dedo con saliva y lo fui introduciendo en su culo; se estremeció un poco pero no como yo esperaba. Gemía con encanto y sensualidad, eso sí, pero no era suficiente para mí. Empapé los dedos índice y medio de ambas manos y fui metiéndolos uno a uno. Pronto las cuatro falanges desaparecieron dentro de su conducto anal; ella se revolvía cada vez que su ano se ensanchaba más y más. Ya no era el diminuto agujerito de momentos antes, sino un inmenso agujero tensado por la fuerza que ejercían mis dedos sobre sus paredes.
Ahora sí se estremecía como yo quería.
- ¡Aaahhhyyy! -gritaba- ¡Qué rico!, ¡así, así! No pares, no pares...
Mientras mis dedos seguían atenazados por su ano, mi boca continuaba aprisionando su vulva. De pronto comenzó a revolverse como no lo había hecho hasta entonces y a gemir con tanto escándalo que debieron enterarse todos los vecinos de la cuadra. Su vagina empezó a contraerse con más rapidez y a manar con cierta abundancia un líquido que, por el éxtasis del momento, me supo a miel. Me dí cuenta que le había ocasionado uno de los orgasmos más fabulosos que aquella hembra formidable y experta había conseguido.
Cuando saqué los dedos de su trasero, se desplomó boca abajo sobre el sofá y yo me recosté amorosamente sobre su espalda ancha y desnuda. Yo podía sentir que aquel cuerpo sudoroso, aquella mujer de carnes espléndidas y curvas pletóricas que estaba debajo de mí, me pertenecía por completo.
Luego de un rato, recordó algo y preguntó de repente: - ¿Qué hora es? - Las diez y cinco -dije, viendo mi reloj de muñeca. - Tengo que bañarme para ir a traer la niña al colegio. - Está bien, yo ya me voy -dije.
Pasé Letras I con notas excelentes ese año.

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